Mapocho de Nona Fernández Silanes

Mapocho confirma que la literatura es una de las formas de la memoria. Si algo atormenta a una gran parte de las generaciones humanas que se suceden década tras década, siglo tras siglo, es la falta de memoria. Y ni siquiera sabemos que el origen del tormento es ese. La literatura, sin embargo, puede considerarse como parte de una forma de resolver ese problema, aunque su sola producción y su mera lectura no constituyan de por sí esa solución.

La consciencia que subyace a la elaboración de este libro, a su compleja estructura, acaso es esa. El esfuerzo de la voz, su tono, sus énfasis, la inteligencia con que va eligiendo las palabras e hilando las frases y los párrafos y los capítulos parecen buscar una cierta totalidad en la comprensión de lo real y del pasado (que es el presente que no entendemos) que nos redima de la desmemoria. 

En el siglo veinte proliferaron las técnicas literarias; la voz narrativa y el orden temporal se volvieron el centro de un problema que el narrador debía (y debe) resolver. Luckács pensaba que el arte era o debía ser una especie de reconciliación entre el individuo y la sociedad, y que cada obra debía devolver a cada individuo la visión de la totalidad social en la que estaba inconscientemente inserto, y la idea acertada del lugar preciso que, sin saberlo, ocupaba. Aquella proliferación, según su concepto de la literatura, era la consecuencia de esa búsqueda fallida. El problema perdura; nadie sabe quién es ni de qué se trata la sociedad que lo condiciona. Asimismo, perdura la búsqueda de la literatura por resolverlo. Esta novela puede insertarse en esa búsqueda, ya que sus voces y sus tiempos (que quizá son lo mismo) buscan reconstruir el verdadero trayecto de los destinos de los personajes. 

Mapocho es la historia de un pasado que había sido roto por la engañosa memoria de una familia y por la engañosa memoria de un país. O sea, es la elaboración de otra memoria que les permite a sus personajes buscar una identidad que se condiga con sus esperanzas y con sus sufrimientos y con sus recuerdos más profundos, más íntimos, más escondidos, y hasta con los más inconfesables. Es, por así decirlo, el restablecimiento de una identidad. Pero para que ese restablecimiento se cumpla, la narración tiene que sumergirse en las aguas densas y putrefactas de los tiempos de esa familia y de ese país; de ahí la sinuosidad de las voces y del orden temporal; de ahí el título (el concepto) del libro (Mapocho designa un río de Chile). Las novelas tienen a veces entre sus muchas líneas una explicitación de aquello que las engendró, de aquello que las motivó, de la idea que subyace a cada una de sus palabras; tal vez aquí esté la de Mapocho: “El pasado tiene la clave. Es un libro abierto con todas las respuestas. Basta mirarlo, revisar sus páginas y abrir los ojos con cuidado para caer en cuenta. El pasado es un lastre del que no hay cómo librarse. Es mejor adoptarlo, darle un nombre, aguacharlo bien aguachado bajo el brazo, porque de lo contrario pena como un ánima con los rostros más inesperados. Tortura con la forma de un olor, de una música, a veces de un sueño. Un sueño es siempre un reflejo de algo que ocurrió. Existe un espejo instalado en la cabeza. En él las cosas ya vividas rebotan y cuando se duerme pueden verse desde un ángulo distinto. Los recuerdos se revisitan en el sueño, brillan con otro brillo, se resumen a lo esencial, a lo que realmente importa. Cosas que nunca creímos ver aparecen nítidas en el espejo. Cosas que nunca entendimos caen por su propio peso en él.”

Esta novela, además de sumergirnos en una compleja y atrapante intriga, promueve una forma de pensamiento en la que es esencial la memoria del origen de lo que somos, y plantea un problema fundamental a través de su fábula: nuestro problema (en el sentido individual y social y universal) es lo que somos y lo que somos es más bien sórdido y mezquino y está en nuestra memoria y no lo sabemos. Esta ley que nos gobierna inconscientemente (ya que es una ley que emerge de la raíz misma de nuestro ser) no funciona en la novela, como Wilde señalara con respecto a El retrato de Doryan Gray, como un principio axiomático, sino que “se limita a mostrarse en la vida de los personajes, convirtiéndose así en un simple elemento dramático de una obra de arte, y no en el objeto mismo de la obra de arte.” Lo que significa, al parecer, que esta novela refleja en gran medida las raíces de nuestras vidas y que ello sucede como consecuencia inevitable de la elaboración artística de la realidad. De ahí que este libro sea veraz sin ser verdadero; de ahí, también, que sea un libro necesario. 

Editado por Eterna Cadencia

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