Boecio, en su Consolación de la filosofía, hace que el sentimiento de la fe dependa de que en el mundo no exista el azar. Si existiese, no se podría creer en Dios. Desde entonces pasaron quince siglos, la fe y la figura de dios se han ido desdibujando; lo que no hemos perdido, sin embargo, es nuestra creencia de que el mundo no puede estar dominado por el azar. Este libro narra el encuentro de dos hombres que, en buena medida, representan una faceta fundamental de la historia humana. La técnica con que se narra es la de alternar dos relatos, que dan cuenta minuciosamente de la vida cotidiana de esos dos personajes; esos relatos paralelos simulan un azar en la vida de éstos, y hacen que sus vidas parezcan desvaídos objetos de la casualidad. A medida que avanzamos en la lectura, vamos descubriendo que esos relatos se dirigen hacia el preciso encuentro de esos dos hombres. El azar no era más que una apariencia; el encuentro quita su manto y les da un significado a sus vidas y les otorga un signo que se convierte en su destino.
Acaso la significación del encuentro de esos dos hombres se remonte a la más antigua de las soledades, a una soledad originaria de la que nunca nos hemos librado. No solo el carácter azaroso de sus vidas es aparente, asimismo lo es su carácter desvaído. Sus días encierran también un drama originario: ambos guardan una íntima relación con la naturaleza, uno cazando y matando animales, el otro convirtiéndolos en ganado; ambos obran inconscientemente, sin recordar el principio de ese vínculo, ni su sentido; uno parece mitigar una soledad fatal ensañándose en la caza; el otro, que ha perdido a la persona que más amaba en una menor pero trágica eventualidad de la naturaleza, deja transcurrir sus días melancólicamente. Así, ambos están dominados por pasiones distintas, pero comparten esa soledad que amenaza con mostrar el lado primigenio y oscuro de todas las cosas: el de la muerte y el de la nada.
Los encuentros en la literatura e incluso en la leyenda han marcado la memoria que los seres humanos guardan de sus búsquedas en su incomprensible y sufriente estadía en la Tierra; Buda se encuentra sucesivamente, después de años de inocencia, con un anciano, con un hombre enfermo y con un hombre muerto, que le descubren la realidad de la vida; Edipo, antes de ser rey, encuentra en una ruta a un hombre de quien no sabe que es su padre y a quien mata en un ataque de ira, cumpliendo, así, un ineluctable destino; Bloom y Stephen Dedalus marcan con sus lentos pasos el deseo de encuentro de un padre y de un hijo, y también de los aspectos más contradictorios de una cultura que, como toda cultura, intenta resolver las ausencias de la vida y la relación de la vida con la muerte. El encuentro de los personajes de La tejonera se agrega a esa serie y añade otros aspectos a la problemática relación del ser humano, sobre todo occidental, con el mundo: la fallida comprensión de la naturaleza y su tortuosa y hasta perversa relación con ella; la fallida comprensión de la muerte y su atormentada relación con ella; la fallida comprensión del mismo ser humano y la atormentada relación que éste tiene consigo mismo.
Las palabras de este libro van cargándose de significación, en sentido progresivo y regresivo, a medida que la acción, aunque lentamente, avanza. Cada elemento señalado en el ambiente, cada rasgo descripto, cada gesto, cada movimiento de los personajes, va descubriendo poco a poco la profundidad de sus historias, acaso insondables, y, sobre todo, la necesidad simbólica de un encuentro que arroje luz sobre su trama oculta. Y ese acaso sea uno de los grandes mensajes de este libro: un destino es, en realidad, la necesidad de la trama que se oculta en nuestras vidas de revelarse simbólicamente a través de algún tipo de acción.
Exhortamos, pues, al lector a que corrobore ese mensaje y, también, a que encuentre otros.
