Nueva entrega de reseñas breves esta vez Emily Dickinson.
Sartre quería una literatura comprometida con la realidad, y exigía a los escritores ese compromiso. Eximió, no obstante, a los poetas, por ser creadores de mundos autónomos, que solo existen en su imaginación y que nada les importa del mundo real. Tal vez no haya poeta que no testimonie lo contrario. Los poetas escriben para comunicarse con el mundo. En el caso de Emily Dickinson, como en el de Alejandra Pizarnik (que acaso encontró en ella una de sus primeras posibilidades de comunicación), esta necesidad se siente en el tono y en el ritmo y en las palabras de cada poema, y en las situaciones que los poemas crean.
Borges escribió que cuando fuese dejado haría de su tristeza una música; Emily Dickinson hizo de su soledad una obra poética. Fue convirtiendo el encierro de sus días en la libertad de sus metáforas; su pasión de vivir, en el original ritmo de sus versos; su silencio, en la comunicación de sus éxtasis y de sus temores.
Llegó a publicar unos pocos poemas. Pareció vivir poco y apenas se comunicó con la sociedad puritana que la rodeaba. Tras su muerte, encontraron lo que había sido su verdadera vida: casi 1800 poemas. Esos versos, que tejieron su callada relación con el mundo, contienen un dios, la muerte, una voz que el mundo no había oído y que hoy oye en la voz de cada lector, una metafísica y un paraíso, un espacio dislocado por signos que nunca antes habían sido usados como los usó Dickinson, soles y tardes que el mundo no había visto, la percepción del íntimo deseo de todo lo vivo, el valor oculto de las palabras, la memoria de una naturaleza que apenas conocemos, un silencio que no es ausencia de palabras, felicidades y angustias que nacen en las raíces mismas de la vida, enigmas sobre los que caminamos con falsas certezas, un amor y un dolor que parecen ser el amor y el dolor originarios de la humanidad, una comunión entre los seres humanos que también parecer ser originaria, una música que tal vez seamos capaces de oír.
Emily Dickinson nació en 1830 en Amherst (Massachusetts), y allí murió en 1886. Pasó la mayor parte de su vida entregada a tareas domésticas y encerrada en su habitación, donde escribió con aplicación indómita. Allí rehízo el pobre mundo que su sociedad le ofreció. El resultado es la obra que hoy ofrecemos.
